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L’occupazione ha fatto emergere anche una società civile afghana @DomaniGiornale

In Afghanistan c’erano le truppe americane, ma anche quelle della NATO nonché i soldati italiani che, notoriamente, svolgono solo missioni umanitarie (sic). Prima, con nessun successo ci furono anche i sovietici, sonoramente costretti a ritirarsi dopo alcuni anni di guerra perdente. In Afghanistan gli USA non andarono per esportare la democrazia (il tentativo fu abbozzato in Iraq un paio d’anni dopo), ma per colpire i terroristi di Al Quaeda e distruggerne i santuari. Ci sono riusciti. La maggior parte del tempo e la maggior parte delle risorse, certo, inopinatamente ingenti, furono destinate a compiti definibili di nation-building, di costruzione di strutture in grado di produrre e mantenere l’ordine politico e sociale. Pur avendo rotto i rapporti (o forse proprio per questo) con i suoi colleghi al Dipartimento di Stato, Fukuyama indicò chiaramente gli obiettivi nel libro da lui curato Nation-Building. Beyond Afghanistan and Iraq (2006): addestrare e equipaggiare le Forze Armate, dotare le principali città di forze di polizia efficienti, dare vita a una burocrazia statale capace di fornire i servizi essenziali e di attuare le decisioni del potere politico, costruire ospedali e scuole, garantire il diritto a libere elezioni. Ma, come ha tanto intelligentemente quanto sarcasticamente scritto uno studioso argentino, Fabián Calle, “il potere del voto non potrà mai essere alla stessa altezza del potere dei messaggeri della volontà di Dio”.

   Quella americana non era, dunque, una “semplice” e criticabile, in effetti talvolta criticata (da chi?), occupazione militare. Non aveva inspiegabili obiettivi territoriali quanto, piuttosto, l’obiettivo, idealistico (proprio così) di fare emergere una società civile, a cominciare dalla libertà per le donne e da un loro ruolo, in uno dei luoghi più impervi al mondo. Parte di questi obiettivi, come rivelano le molti voci di donne terrorizzate dalla prospettiva di ripiombare nella sottomissione violenta ai talebani, erano stati conseguiti. Certo, è giusto andare alla ricerca di una spiegazione del collasso degli apparati statali afghani. Non so se tutta la risposta sta nella enorme corruzione soprattutto dei vertici, ma credo che una nazione e i suoi apparati non siano mai facilmente costruibili laddove i gruppi etnici, a cominciare dai Pashtun ai quali appartengono i talebani, non abbiano nessuna intenzione di giungere a compromessi.

   Chi critica l’occupazione militare USA non dovrebbe oggi, in maniera assolutamente contraddittoria, lamentare il “tradimento” degli USA che ritirano le loro truppe. Forse il segretario generale della NATO ha preventivamente espresso il suo dissenso rispetto alla decisione di Trump attuata da Biden? Si è levata alta e forte la voce di Macron, di Merkel e di Di Maio/Guerini? Nessuno degli analisti ha pre-visto un crollo tanto rapido e capillare quanto quello che in pochi giorni ha consegnato il paese ai Talebani. A furia di azioni umanitarie, le varie missioni europee non si erano mai preoccupate di quanti e quanto armati fossero i talebani? La delega data agli americani per i colloqui “di pace” ha implicato tappare le orecchie e chiudere gli occhi dei cooperanti, dei dirigenti, degli ambasciatori europei presenti e attivi in Afghanistan? Nessuno può mettere in dubbio che, adesso, salvare le vite e il futuro di chi ha collaborato con gli europei e gli italiani, sia l’obiettivo prioritario da perseguire. Non aggiungerò “senza se e senza ma” perché credo sia opportuno interrogarsi se la fuoruscita di tutti gli Afghani e Afghane che hanno lavorato con gli occidentali per un esito molto diverso non finisca per privare il paese proprio delle energie di cui ha più bisogno: quelle di coloro che vogliono un paese decente per donne e uomini, non schiacciato da un credo religioso e da leggi crudeli.

Pubblicato il 18 agosto 2021 su Domani

2017: los tres grandes desafíos

 

clarin

El año 2017 empezó trayendo consigo, pesadísimos e ineludibles, tres desafíos que marcaron todo el año 2016 y subsistieron incluso hasta su finalización, trágicamente (en Berlín y Estambul): el terrorismo, las desigualdades, la elección de Donald Trump. El terrorismo de matriz islámica —negar su motivación religiosa no sólo es absurdo sino también erróneo—, se ha convertido a esta altura en una constante en distintas zonas del mundo. Hay quien sostiene que en realidad este terrorismo está vinculado y es producto de lo ocurrido en Irak y Libia, y hoy, sobre todo, de la guerra civil en Siria. Sin negar la contribución de estas tres situaciones, nos equivocaríamos todos, dramáticamente, si olvidáramos cuántos son los hechos de terrorismo atribuibles y reivindicados por Al Qaeda antes de la guerra de Irak. No, el terrorismo nació antes de la letal decisión del presidente George Bush (secundado por Tony Blair) de entrar en guerra contra Saddam Hussein, abriendo una enorme caja de Pandora de conflictos étnico-religiosos adormecidos. Ese terrorismo, financiado por países árabes que se sienten amenazados y siguen estando bajo extorsión, está en condiciones de llevar a cabo ataques en muy diversos lugares de Europa, Estados Unidos, Oriente Medio y África. Sostener que cualquier atentado es obra de “lobos solitarios” significa subestimar dos elementos. El primero es que, de todas formas, hay hombres dispuestos a matar, al grito de “Alá es grande”, porque han internalizado los preceptos de la guerra contra Occidente. Segundo, que estos lobos solitarios, cualquiera sea el modo en el que se haya producido su radicalización —en los suburbios parisinos, en un barrio-gueto de Bruselas, en cárceles, en, mucho más raramente, centros de recepción de inmigrantes—, encuentran con rapidez el apoyo de otros hombres y mujeres que comparten con ellos sus objetivos. Nada de esto está destinado a desaparecer ni, mucho menos, a ser erradicado o superado en 2017. Afirmar que el terrorismo no cambiará nuestra vida de occidentales es muy hipócrita y de ninguna manera tranquilizador. Cualquiera que viaje en avión sabe cuánto, para peor, ha cambiado nuestra vida.

Algunos de nosotros estamos preocupados por las desigualdades y por su crecimiento abrumador porque preferimos una sociedad más justa en la distribución de la riqueza. Porque pensamos que cuando la riqueza, producida por patrimonios más que por el trabajo, se concentra cada vez más en las manos y en los fondos de inversión de pequeños porcentajes de la población de pocos países, no sólo de los más ricos (el fenómeno se produjo ya en China y se ha extendido incluso a India), la vida de demasiadas personas se vuelve insoportable. Sabemos que existe una relación estrecha entre bienestar y democracia. Creemos, sin embargo, que cuanto más equilibrada sea la distribución de los recursos, cuanto mejor esté vinculada a la igualdad de oportunidades, cuanto más surja de la posibilidad de tener un trabajo y de obtener de él los frutos merecidos, tanto más aceptable será la vida de todos. Las desigualdades injustificables minan la cohesión social, generan tensiones insoportables y no contribuyen de hecho al funcionamiento óptimo del sistema económico.

La escalada de las desigualdades se debe ampliamente a la victoria, que pareció definitiva, de la ideología neoliberal. Esa ideología no ha sabido mantener la otra campana de su promesa, vale decir, que la acumulación de riqueza en manos de un estrato social restringido se traduciría rápidamente en inversiones, en oportunidades, en aumento de la ocupación, en más recursos para todos. El desafío de contener y reducir las desigualdades que, naturalmente, no podrá ser resuelto en 2017, convoca a la causa sobre todo a la izquierda: a sus partidos, a sus movimientos, a sus intelectuales. No se requiere únicamente la redefinición del rol del Estado en la esfera económica, es decir, el relanzamiento de las medidas políticas y, me atrevería a decir, de la “filosofía” keynesiana. Se requiere la formulación de una nueva ideología que sepa mantener juntos keynesianismo y bienestar social en un mundo enormemente más complejo. Precisamente cuando es dinámica la economía produce y reproduce desigualdades. No le bastará al Estado con ser democrático para reducir esas desigualdades sin obstaculizar el desarrollo. Deberá convencer a la mayoría de la población de que actúa en función del interés colectivo, que sabe hacerlo porque es confiable y competente. Ésta es la tarea de una ideología que tiene una visión del mundo y habla no sólo al cerebro sino también al corazón de la gente.

El tercer desafío de 2017 es el más inesperado y el más imprevisible: el constructor chapucero, operador inmobiliario y empresario televisivo absolutamente desprovisto de toda experiencia y conocimiento político, Donald Trump, en la Casa Blanca. La presidencia Trump es un desafío, ante todo, a la democracia de EE.UU., a sus mecanismos, a sus estructuras, a sus ‘checks and balances’ (controles y contrapesos), incluso al principio cardinal del liberalismo (“la separación entre poder económico y poder político”). Es el desafío a los derechos civiles y políticos sobre los cuales se construyó, si bien entre conflictos, tensiones y discriminaciones, la democracia de Estados unidos. Es, por último, el desafío al actual desorden internacional del mundo. Sólo veo riesgos y peligros. Feliz Año.

Traducción: Román García Azcárate

Publicado el 12 de enero de, 2017