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Giorgia Meloni: muy conservadora sí, fascista no #Opinión @clarincom

En las elecciones del 25 de septiembre de 2022, Giorgia Meloni (Roma, 1975), fundadora y líder de Fratelli d’Italia, llevó a su partido a convertirse, por lejos, en el primer partido italiano, obteniendo el 26% de los votos. Con los partidos aliados, la Lega de Matteo Salvini y Forza Italia de Berlusconi, el centroderecha tiene una clara mayoría de escaños tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado.
Por primera vez en su larga historia, la República Italiana tendrá a una mujer, expresión de un partido sustancialmente masculino, al frente del gobierno. El voto de los italianos ha premiado algunos elementos importantes de la política de Meloni.
En primer lugar, haber sido la única oposición a los tres gobiernos formados en el periodo 2018-2022. En segundo lugar, haber hecho una oposición seria sin gestos llamativos y folclóricos, sin insultos a los adversarios políticos, sin promesas tan milagrosas como irrealizables. Por último, su capacidad para representar a los muchísimos (quizá incluso demasiados) italianos que ciertamente son conservadores en lo político y en lo cultural y piensan que en la Unión Europea Italia ha perdido su soberanía.
Mientras que Salvini se muestra confundido y ambiguo con respecto a Europa y Berlusconi se jacta de ser pro europeo y liberal, Meloni es sin duda soberanista. Su objetivo es recuperar la soberanía perdida.
Yo considero que es un error llamarla populista. Más bien es fuertemente nacionalista como sus, en mi opinión vergonzosos, aliados europeos: los españoles de Vox, los húngaros de Orbán, los polacos del Partido de la Ley y la Justicia.
Tanto en Italia como en Europa y Estados Unidos se han expresado muchas preocupaciones y temores sobre el retorno del fascismo. Son preocupaciones esencialmente infundadas. Meloni es ciertamente post-fascista y lo ha declarado con claridad.
Por otro lado, no existe hoy en Italia ninguna de las condiciones que llevaron a la victoria de Mussolini hace casi cien años, el 28 de octubre de 1922. Las preocupaciones tienen mayor fundamento en la ideología de Meloni y los Fratelli d’Italia y las políticas que pueden seguir.
Cualquier posible enfrentamiento con la Unión Europea, que le ha asignado a Italia 230.000 millones de euros para que los gaste en programas de modernización tecnológica, protección del medio ambiente y reactivación económica, tendría consecuencias gravísimas.
Sin embargo, es sobre la visión social, cultural e institucional de Italia por parte de Meloni y su partido por la que es correcto tener reservas y críticas. Aunque el lema del partido “Dios, Patria, Familia” fue formulado por primera vez en Italia por el republicano Giuseppe Mazzini durante el Risorgimento, posteriormente fue usado de forma instrumental por Mussolini y el fascismo.
La utilización política de la religión, la exaltación de la patria (Meloni se autodenomina a menudo “patriota” frente a la izquierda, internacionalista y sin patria), el apoyo absoluto al tipo de familia tradicional: un hombre, una mujer, el matrimonio, los hijos de su propia “producción”, caracterizan a no pocos gobiernos y regímenes autoritarios.
Se traducen en comportamientos homófobos y actitudes muy críticas y represivas hacia los estilos de vida alternativos.
Aunque Meloni dijo que no quiere cuestionar la regulación del aborto, ha insinuado que la aplicación de la ley será más estricta, más rígida, probablemente restrictiva. Naturalmente, no será nada fácil extender la ciudadanía italiana a los inmigrantes y sus hijos.
Por último, Meloni y con ella Salvini y Berlusconi creen que la forma de gobierno designada por la constitución italiana, es decir, una democracia parlamentaria, es responsable de la lentitud en la toma de decisiones y de la dificultad para atribuir claramente la responsabilidad política a los gobernantes e incluso a los opositores.
Meloni ha propuesto el paso al presidencialismo a la francesa, pero no ha dicho nada sobre la ley electoral. Es un desafío a la izquierda, que teme, en parte exagerando, en parte erróneamente, un deslizamiento autoritario. Personalmente, me preocupa el amateurismo de los autodenominados reformistas constitucionales y el propósito encubierto de controlar el poder judicial y reducir su autonomía.
En conclusión, no cabe duda de que el gobierno que Giorgia Meloni se dispone a dirigir será el más derechista de la larga historia de la Italia republicana. No se convertirá nunca en un gobierno fascista, pero es posible que intente limitar parte de la libertad de expresión y de acción de los italianos.
Estoy convencido de que las instituciones italianas son sólidas y de que la Unión Europea actuará como freno y contrapeso de eventuales violaciones. Dicho esto, para la política italiana los tiempos que vienen no serán fáciles. Podrán resultar tormentosos, pero no fascistas.
Traducción: Román García Azcárate.
Gianfranco Pasquino es Profesor emérito de Ciencia política y autor de “Bobbio y Sartori. Comprender y cambiar la politica” (Eudeba 2021)
28/09/2022 Clarín.com
Gianfranco Pasquino en el Olimpo de la ciencia política #comentario Revista Ñ @clarincom
Sartori y Bobbio, dos faros del pensamiento político, inspiraron al politólogo, quien destaca en su libro la lucha, a veces apasionada, por vivir en democracia.
En 1984, cuando la democracia daba en nuestro país sus primeros pasos, el gran filósofo italiano de la política Norberto Bobbio publicaba un texto en el que advertía sobre lo que denominaba “las promesas incumplidas de la democracia”. No pensaba que la llegada de gobiernos surgidos del voto popular a los países que salían de dictaduras militares fuera a resolver de manera inmediata todos los problemas, y recomendaba ser cuidadosos con las desmesuradas expectativas ciudadanas de cambio.
Bobbio tampoco rubricaba las concepciones “minimalistas” que definían a la democracia poco más que como un método para elegir y cambiar gobernantes, una versión libre de la definición precisa que aportaba otro reconocido politólogo peninsular, Giovanni Sartori. Un año después, Bobbio viajaría desde Turín, su ciudad donde residió toda su vida, a Buenos Aires, invitado a una memorable conferencia magistral sobre la transición a la democracia, en la Facultad de Derecho de la UBA, y presentado por el entonces presidente Raúl Alfonsín, un atento lector de sus textos. Años más tarde, fue Sartori quien visitó la Argentina, para asistir al Congreso Mundial de Ciencia Política que se realizó en Buenos Aires en 1991.
Eran tiempos inaugurales para la renacida democracia en nuestro país y también para el mundo académico y los claustros universitarios, que recuperaban su autonomía y vitalidad. La influencia de Bobbio y Sartori fue notoria y fecunda a partir de esos años, en la ciencia política y en la vida política misma de los países latinoamericanos.
Florentino, como Maquiavelo, Sartori construyó un sistema de pensamiento y una teoría para explicar qué son y cómo funcionan las democracias en la práctica, más allá del estricto análisis de las coyunturas y más acá de las discusiones teóricas sobre sus contenidos. Explicó la diferencia entre distintos modelos de gobierno y regímenes políticos; las virtudes y defectos del presidencialismo y el parlamentarismo, los diferentes sistemas de partidos, los desafíos de la multiculturalidad y la videopolítica. Como hombre de las letras, escribirá con pesar en Homo videns (2007), sobre “la primacía de la imagen; es decir, de lo visible sobre lo inteligible, lleva a un ver sin entender que ha acabado con el pensamiento abstracto, con las ideas claras y distintas”. Pasamos del ‘homo sapiens’ al ‘homo videns’, describía, y de este al ‘homo cretinus’”.
Bobbio y Sartori, los dos gigantes de la ciencia política italiana del siglo XX, compartieron un emprendimiento editorial monumental, el Diccionario de Política (primera edición en 1976 y última reedición, en 2016), del que el primero fue coautor, junto a Niccola Matteucci, y el segundo colaborador. Tuvieron, ambos, vidas longevas y mentes lúcidas que les permitieron seguir escribiendo y describiendo los tiempos contemporáneos hasta su último suspiro. Lo hicieron a través de sus obras, pero también sus columnas periodísticas e intervenciones públicas como intelectuales de referencia y consulta obligada. Bobbio más cercano a las ideas del socialismo y del liberalismo, Sartori más conservador en sus convicciones, fueron testigos de la época, vieron sucesivos momentos de crisis, derrumbes, resistencias y renacimientos, y fueron críticos implacables de las derivas populistas disfrazadas de novedad. El mundo de la segunda mitad del siglo XX que ayudó a entender fue quedando atrás. Pero sus modos de pensar, categorías y reflexiones perduran.

Nadie mejor que Gianfranco Pasquino, profesor emérito de la Universidad de Bolonia y discípulo de ambos, para recoger ese legado. Lo hace en Bobbio y Sartori, Comprender y cambiar la política (Eudeba, 2020), un libro escrito con la cabeza y el corazón, que recorre los temas centrales de sus obras, sus aportes fundamentales y trayectorias, y nos transmite, al mismo tiempo, a manera de tributo, recuerdos personales, semblanzas y anécdotas relevantes que lo tuvieron como testigo o protagonista.
Respecto a la crisis de la democracia, se pregunta:“¿Crisis de los ideales, es decir, de aquella situación en la cual el pueblo (demos) tiene el poder (kratos) de decidir de tanto en tanto quién debe gobernar, por cuánto tiempo y cómo, tomando decisiones y dejando que sea el pueblo, es decir los ciudadanos, los que deciden en elecciones libres y periódicas, si aceptan, protestan, intentan modificar las cosas sin el uso de la violencia?”.
La respuesta es que no, que el ideal democrático no está en crisis sino sometido a prueba de validez. Las democracias se van degradando –y es natural que así sea– a medida que se encarna en la vida social, real y concreta, terrenal y pantanosa, con sus desigualdades, injusticias y grietas. A veces, los problemas, los desafíos y las dificultades dependen de la baja calidad de las élites políticas que, aunque están atravesadas por la globalización, no logran comprender que el mundo ha cambiado. Es la crisis de los partidos tradicionales lo que hace que sea tan difícil encontrar soluciones efectivas y duraderas.
Conjetura Pasquino: Bobbio pondría el foco en el declive de la cultura política de los partidos tradicionales, tanto de derecha como de izquierda. Sartori habría hecho notar que allí donde la competencia entre los partidos no se desarrolla de manera vigorosa y rigurosa, los ciudadanos votantes quedan insatisfechos. Su insatisfacción se refleja en la valoración negativa de la democracia en la que viven, en la búsqueda de nuevos partidos o figuras, en la mucho más alta volatilidad electoral. Gobiernos que no pueden programar su actividad y sus reformas porque saben (o temen) que no durarán demasiado, no logran mejorar la vida de los ciudadanos. La distancia entre la democracia real y la ideal se hace, entonces, más grande. Los ciudadanos insatisfechos protestan, pero la solución, que no puede ser nunca definitiva, no aparece.
Eppur si muove… Recluidos en alguna prisión china, prófugos en la selva africana, acosados por los servicios secretos rusos, bajo un sistema de protección porque se ha lanzado una fatwa en su contra, maltratados en una plaza de Estambul, confrontando con la policía de Hong Kong, miles de hombres y mujeres luchan en nombre de la democracia en todo el mundo, organizan manifestaciones, escriben proclamas, reclutan adherentes, algunas veces arriesgan a sabiendas su vida, se prenden fuego. Por ningún otro régimen –sostiene Pasquino–, por ningún otro ideal, nunca tantas personas de nacionalidades, colores, edades y géneros diversos, se han empeñado en hacerlo, conscientemente.
La conclusión remite a una confianza de última instancia en el sujeto colectivo, antes que en las élites o vanguardias esclarecidas o en el propio pensamiento especulativo: “Mientras los intelectuales se complacen en sus muy agudas críticas, los ciudadanos democráticos continuarán buscando soluciones dentro de la democracia, reformándola. Afuera solo hay caos”. Bobbio y Sartori, seguramente, estarían de acuerdo…
*Fabián Bosoer es politólogo y Editor Jefe de la sección Opinión de Clarín.
Gianfranco Pasquino: “Los peronistas creen que saben más que todos” #Entrevista @clarincom
El pensador italiano aborda aquí el fin de las ideas, la corrupción, la necesidad de garantizar transparencia. No ve propuestas en la izquierda ni en la derecha. Y cuando habla de Argentina, alerta sobre el autoritarismo blando recurrente en el peronismo.
“Hablo y entiendo, pero cometo errores”. Gianfranco Pasquino –sweater amarillo, anteojos de pasta y cabello de un gris cuidado– se disculpa a través de la pantalla, desde su casa en Italia, por un castellano que parece manejar a la perfección. Es profesor emérito de la Universidad de Bologna, fue senador durante once años e integra el Grupo Científico de Justicia Penal Italiana del Instituto Iberoamericano de Estudios Jurídicos, entre muchísimos títulos, aunque la referencia más escuchada lo suele ubicar como discípulo de los grandes pensadores políticos italianos Giovanni Sartori y Norberto Bobbio. Conoce bien Argentina, a raíz de la cátedra que tuvo aquí la Universidad de Bolonia.
Pasquino es autor de numerosos trabajos y ensayos, a los que ahora se suma Bobbio y Sartori. Comprender y cambiar la política, su reciente libro publicado en el país por Eudeba, una obra que dedica a los dos pensadores italianos clave, como una suerte de anecdotario que recoge fragmentos de sus biografías pero siempre preguntándose por la naturaleza ideológica y la metodología de un pensamiento en el que la democracia ocupa el centro de las preocupaciones. Tal será también el eje de este diálogo con Ñ, en el que Pasquino mantiene una mirada crítica sin perder el optimismo. En su opinión, estamos ante una crisis de las ideas pero la democracia como respuesta política está lejos de ponerse en duda.
Antes de meterse de lleno en el análisis de la herencia intelectual de los dos grandes teóricos italianos, Pasquino analiza brevemente el panorama argentino aunque “prefiere evaluar la performance de cualquier gobierno cuando haya terminado su mandato, su experiencia. Hoy Alberto Fernández tiene un problema más: la pandemia, que es un desafío enorme para la salud y para la economía”.
–Usted ha hecho mención a las tendencias autoritarias en el peronismo. ¿Cómo caracterizaría el estilo del presidente Fernández?
–Su estilo es como el de sus antecesores peronistas, Cristina incluida, un poco autoritario. En general, los líderes peronistas siempre piensan que saben mucho más que la oposición, la opinión pública, los intelectuales, los periodistas…
–¿Pero ese autoritarismo lo observa hoy a nivel del funcionamiento de las instituciones?
–No, los comportamientos me parecen un poco autoritarios. No escuchar a la oposición y creer que ellos hacen todo para perjudicar es de un autoritarismo blando.
–¿Cómo se analiza hoy este tipo de tendencias, que hace la ciencia política al respecto?
–Tenemos un debate público sobre la política muy pobre. Los conceptos no son utilizados de manera adecuada, ya no hay teorías políticas. Solo cruces verbales entre dirigentes y comentadores que no conocen la ciencia política ni la historia de la filosofía. Bobbio fue el filósofo político más importante del siglo XX y Sartori, el cientista político más trascendente de esa época. En este sentido, quien quiera entender y cambiar la política debería conocer sus obras, que –salvo América Latina, donde sus trabajos son aplicados–, me temo, no son lo suficientemente conocidas.
–¿Qué impronta han dejado Bobbio y Sartori en el mundo teórico y de la política real?

–Se debe a una razón muy simple: Bobbio y Sartori fueron mis dos maestros. A Bobbio lo conocí en la Universidad de Turín y a Sartori, en Florencia, cuando estudiaba política comparada. Tenían una gran diferencia de edad. Bobbio nació en 1909 y Sartori en 1924. Es decir, pertenecieron a dos generaciones diferentes, marcadas por dos experiencias diferentes. Bobbio fue un hombre de Turín, de la región de Piamonte, diría con aquellos mejores elementos de la turinidad. Era un hombre serio, con un sutil sentido de humor. Cumplía todos sus deberes académicos, siempre de forma puntual, de forma introvertida. Sartori, en cambio, era un hombre de Florencia, con mucha arrogancia, muy convencido de sus cualidades. Entre ellos, no obstante, tenían una buena relación, personal e intelectual, por más que hayan abordado el debate público italiano desde diferentes puntos de vista.
–Ahora bien, usted hablaba de un síntoma de época. Así como en los 80 teníamos los grandes debates del posestructuralismo o la tesis que proponía una Tercera Vía, o en los 90 Francis Fukuyama nos hablaba del fin de la historia, ¿qué definiría al pensamiento actual?
–Me temo que hoy no existe. Afirmaría que no solo estamos ante el fin de las ideologías, sino más bien estamos ante el fin de las ideas políticas. Y Bobbio conocía la historia de las ideas políticas como nadie. Sartori también, porque en realidad comenzó como filósofo político. Sartori fue un liberal democrático y Bobbio fue un socialista democrático. Ambos conocían la importancia de las ideas y de la ideología también. Ellos retoman ese revisionismo, fueron críticos del comunismo y del marxismo. Bobbio escribió un importante ensayo sobre la falta de una teoría del Estado en el marxismo, mientras que el primer libro de Sartori fue una crítica hacia la realización del comunismo en la Europa del Este.
–Y en sus desarrollos, la noción de democracia es clave. Me gustaría retomar una definición de Sartori según la cual no podemos pensar lo que la democracia es sin reflexionar en cómo debería ser. Hoy escuchamos hablar de la “crisis de las democracias”. En ese descreimiento de lo democrático, ¿no se ha dejado de lado justamente esa dimensión prescriptiva. ¿Le estaremos pidiendo muy poco a las democracias?
–Bueno, Sartori hace una distinción muy clara entre la democracia ideal –lo que nosotros pensamos que la democracia debe ser– y las democracias reales. Creo que en las democracias reales hay problemas siempre. Tenemos problemas estructurales, como el problema del presidencialismo en la Argentina o el de los partidos políticos en Italia. En Alemania, Ángela Merkel va a dejar su lugar como canciller y se presenta el problema de la sucesión. Pero eso no habla de una crisis de la democracia. La crisis de la democracia es otra cosa. Lo que hoy tenemos son muchos problemas de funcionamiento en muchas democracias, pero eso no significa que debamos perder la confianza en ellas. Sin ir más lejos, la democracia de EE.UU. se enfrentó con un gran desafío. Pero pudo ser resuelto, a través de las propias herramientas institucionales como son las decisiones electorales. Tal vez, los populismos desafían a la democracia ideal, tienen una concepción diferente.
–¿En qué sentido?
–Plantean una relación directa entre el líder y el pueblo. Allí, el pueblo aparece entendido como entidad única, sin divisiones o clivajes. Pero eso no existe, nunca existe un pueblo sin divisiones. Y, por eso, es un desafío para la democracia ideal. No debemos perder de vista que en las democracias los ciudadanos tienen derechos, pueden elegir y ser elegidos, favoreciendo el desarrollo. Muchos países hoy no lo tienen, en Birmania están luchando por conseguir eso, los estudiantes de Hong Kong luchan porque quieren esa democracia. Y lo importante acá es que las democracias saben aprender. La democracia de EE.UU. aprendió que Trump era un verdadero enemigo de las instituciones.
–No obstante, habría que pensar si la foto del Capitolio incendiado no ha dejado heridas o tendrá sus consecuencias.

–Sin dudas, Trump ha sido el desafío más peligroso para la democracia de EE.UU., pero la respuesta de una mayoría de los ciudadanos fue inapelable. Justamente, como decía, el rasgo distintivo de las democracias es que saben aprender. Los autoritarismos no, son derrotados.
–Ahora bien, usted mencionaba como factor del funcionamiento democrático la igualdad. Sin embargo, la opinión pública suele demandarle a la democracia mucho más transparencia que, por ejemplo, una distribución más equitativa del ingreso. ¿Por qué?
–Bueno, la transparencia es algo que Bobbio considera como una de las promesas más importantes de la democracia. Y en algunos sistemas es una demanda importante porque no existe. Tal vez en otros países, el problema es diferente. Por ejemplo, en Italia tenemos la cuestión de la criminalidad organizada, eso es algo que la democracia no logra resolver. En otros países, está el problema de la intermediación de intereses, como en Francia: allí todo el tiempo se debate cómo puede la gente comunicar sus preferencias. En EE.UU., en cambio, la desigualdad es el problema que hace al funcionamiento democrático, porque los sectores corporativos financian a los políticos y eso es un obstáculo. Y hoy en muchos países la desigualdad de género también es una demanda, el empoderamiento de las mujeres es un problema verdaderamente democrático.
–La pregunta, en todo caso, sería cómo garantizar esa transparencia. ¿Qué opciones o herramientas tiene un gobierno con estados que se han vuelto aparatos tan complejos?
–Muchas veces, es un problema de cultura política, por eso necesitamos la multiplicación de predicadores de buenas prácticas. El Poder Ejecutivo tiene un papel importante pero en lo que se refiere a la transparencia, el Poder Legislativo y el sistema judicial deben garantizarla. En algunos casos, la transparencia es una forma de poder. Por eso, los sectores corporativos muchas veces quieren corromperla, para mantener su poder.
–¿Cómo garantizar que esos otros poderes –como el sistema judicial– queden excluidos de esa trama?
–No todos los actores del sistema judicial forman parte, ahí se juegan muchos factores. Si los ciudadanos aceptan en sus relaciones algunos elementos de corrupción, van a aceptarla en otros niveles también. La corrupción corrompe, no hay que aceptarla, ni en una situación tan doméstica como la compra del mercado así como tampoco cuando se intenta obtener ventajas con las vacunas contra el Covid. La corrupción debe ser derrotada en todos los niveles.
–En otra entrevista, usted mencionaba cómo las democracias suelen favorecer a los líderes moderados.
–Los moderados entienden que hay soluciones que deben obtener un amplio consenso entre los ciudadanos. No hay soluciones extremas. Ese es el sentido de un planteo que, en realidad, hace Bobbio.
–Es un buen ejemplo para pensar una tensión inherente al funcionamiento de toda democracia, porque cuanto más plural es una construcción, más democrática sería. Al mismo tiempo, las contradicciones que hacen a esa pluralidad le suponen un límite. ¿Cómo superarlo?
–Exactamente, intentando articular las diferencias. Un gobierno de coalición, por ejemplo, significa que lo integran dos, tres, cuatro partidos, que tienen posiciones diferentes, y eso implica buscar soluciones o respuestas satisfactorias para todos, lo cual es imposible. Deberá ser una solución intermedia. Pero eso es lo importante, que sea una solución compartida. La fuerza de las coaliciones es su capacidad de representación.
–¿Y los liderazgos en ese caso no funcionan como articuladores de esas heterogeneidades?

–En algunos casos sí, pero un líder no puede comunicar solo. Hay un ejemplo interesante, en mi opinión, que es el de Obama. Él me parecía admirable; sin embargo, no logró producir cambios importantes en EE.UU. No debemos olvidar que Trump ganó porque decía que iba a eliminar las decisiones tomadas por Obama, ahí hubo un problema de comunicación entre Obama y sus electores.
–Al comienzo de la pandemia, hemos tenido una gran productividad intelectual, con muchas lecturas que buscaban interpretar el momento. ¿Cuál cree que sería la conclusión de Bobbio y Sartori?
–(Se sonríe) No podría contestar eso… Creo que apuntarían a que no hay solución dentro de los sistemas políticos, ningún sistema puede derrotar solo a la pandemia. Son necesarias las soluciones a niveles continentales, por no decir mundiales. Y debemos democratizar, en ese sentido, las organizaciones internacionales.
–¿Cómo se logra?
–Estableciendo reglas, procedimientos y formas de representación que garanticen una igualdad en la participación de todos los países.
–¿Entramos en un mundo sin utopías?
–La mayoría de los sistemas políticos occidentales se lo debemos a la izquierda, la izquierda ha producido el mundo occidental como lo conocemos. No podemos pensar en Estados Unidos sin el New Deal de Roosevelt, no podemos pensar los países escandinavos sin el estado de bienestar de la socialdemocracia, no podríamos pensar Gran Bretaña sin tomar en cuenta a los gobiernos laboristas del 45, no podemos pensar en la Francia actual sin tener en cuenta los 14 años de Mitterrand, o España sin la acción de Felipe González en 1982. El problema es que los jóvenes hoy quieren más y no saben cómo, entonces cuando ven una figura popular como Trump o Bolsonaro, que aparecen como outsiders, les resultan muy efectivos. Pero estos outsiders pueden ganar una elección y no saber cómo gobernar. Bolsonaro tuvo muchísimos muertos… Diría entonces que hoy estamos ante una reacción de la derecha, pero que la derecha no ha cambiado, sigue sin tener una visión de futuro.
–¿Y qué pasa con las izquierdas?
–Claro, el problema también es de la izquierda, que no ha producido nada verdaderamente nuevo. Ese hoy es el principal desafío.
Lecciones que nos va dejando la pandemia @clarincom
Cualquier estrategia de cierre más o menos selectivo de las fronteras nacionales puede lograr cierto éxito, pero si no va acompañada de otras intervenciones importantes, a mediano plazo terminará mostrando fallas y resultará costosísima.
Millones de hombres y mujeres diferentes por todas las características posibles e imaginables, en un orden sin importancia (ya que es probable que cada uno tenga sus propias preferencias): color de piel, religión, nivel de educación, ingresos y patrimonio, edad, clase social, nacionalidad y lugares de residencia, han estado obligados a permanecer encerrados en sus casas (muchos aún lo están).
Durante meses no tuvieron relaciones sociales. Miraban con gran sospecha a quien se les acercaba. Trataron de evitar cualquier contacto físico. Los límites entre precaución, miedo y desconfianza respecto de los demás resultaron extremadamente lábiles. Si la pandemia aparece y se transmite de persona a persona, es necesario pues mantenerse a distancia de cualquier persona portadora potencial de contagio.
Hizo falta cerrar, además de otras fronteras, las puertas de la casa. Algunos, como el Primer Ministro británico Boris Johnson y los gobernantes suecos, creyeron que podían frenar la propagación del contagio esperando la llamada inmunidad de los rebaños.
No funcionó. Por el contrario, fueron los países que procedieron más rápidamente y de manera más drástica al confinamiento y al aislamiento, como Nueva Zelanda, los que obtuvieron los mejores resultados en cuanto a salvar vidas de sus ciudadanos, disciplinados porque tienen gran confianza en su gobierno y en la Primera Ministra.
Los líderes que se jactaron de la libertad que les dejaban a sus ciudadanos, como Trump y Bolsonaro, son quienes cargan en su conciencia con un número elevadísimo y en aumento de muertes. Ambos presidentes deberían haber aprendido de los mismos teóricos de la libertad, los verdaderos liberales, que la libertad de cada uno de nosotros/de todos termina donde se encuentra con la libertad de cualquier otra persona.
Para muchos fue demasiado fácil atribuir la pandemia y la catástrofe socioeconómica que causó a la globalización, a ese fenómeno extraordinario de nuestra época que, directa o indirectamente, involucra a todos, que no sabemos cómo gobernar, que no somos capaces de frenar y mucho menos anular.
Nadie puede considerarse fuera de la globalización, ni siquiera los religiosos, frailes y monjas, relegados a sus conventos, excepto, tal vez, los ermitaños, siempre que vivan realmente solos, logrando mantenerse alejados de todo y de todos: una condición que se aplica a muy pocos. No man is an island, escribió ya en 1624 el poeta inglés John Donne.
Por lo tanto, cualquier estrategia de cierre más o menos selectivo de las fronteras nacionales puede lograr cierto éxito, pero si no va acompañada de otras intervenciones importantes, a mediano plazo terminará mostrando fallas y resultará costosísima.
Los hombres y las mujeres no sólo viven en sociedad, sino que siempre han tratado de mejorar sus oportunidades y condiciones de vida yendo a diferentes lugares e intercambiando ideas, pero también bienes. El libre comercio es un componente importante de la libertad de las personas, quizás esencial. Sin comercio sere(ía)mos todos más pobres. No puede haber comercio sin libertad de movimiento también para las personas.
Podría no existir una solución definitiva a la pandemia, al Covid-19, pero, obviamente, es imperativo avanzar en la búsqueda de una vacuna. Es posible que algunos laboratorios nacionales ya estén por delante de otros, en ocasiones porque han intercambiado información entre ellos, la ciencia es a menudo colaboración, y porque sus investigadores proceden de experiencias de estudio y trabajo en una multiplicidad de países. Algunos estados, como EE.UU., parecen querer restringir el conocimiento, la producción y la disponibilidad de vacunas exclusivamente a sus ciudadanos.
Es muy poco probable que tengan éxito con su nacionalismo o “proteccionismo de la vacuna”, consecuencia lógica de lemas como “America First” (Estados Unidos Primero). Sin embargo, ni siquiera la “salvación” individual de una nación, de un pueblo se encuentra en hacer revivir el aislacionismo y en cerrazones egoístas.
Un día será posible evaluar la acción en conjunto de la Organización Mundial de la Salud. También se puede presuponer y considerar que ha cometido algunos errores de subestimación y diplomacia excesiva, por ejemplo, en relación con la gravísima falta de transparencia de China, que no se atrevió a cuestionar y criticar desde el principio.
Es indudable, no obstante, que sólo una organización internacional supranacional es y será capaz de dar respuestas válidas y coordinadas, acordadas por la organización con los estados miembros en un constante flujo mutuo de información y conocimientos.
Al final de la jornada, aunque el día va a ser muy largo todavía, casi todos deberíamos haber aprendido algunas lecciones fundamentales. La primera lección es que sin una autoridad central, nacional que reconozca el rol de la ciencia y las competencias específicas de los científicos y busque respuestas y remedios colectivos, el Covid-19 habría producido un desastre aún más devastador.
La segunda lección es que sin un acuerdo global entre los estados, un acuerdo que sólo una organización como la OMS (adecuadamente revisada) y similares puede fomentar, proporcionando orientación y control, el mundo seguirá padeciendo consecuencias gravísimas por las emergencias que se produzcan.
A modo de conclusión, en la medida en que gobernantes, representantes y ciudadanos quieran estar preparados para una futura emergencia, se vuelve indispensable reflexionar sobre las modalidades de las relaciones vigentes entre la sociedad civil y el Estado no sólo en cada situación nacional, sino a un nivel superior. Para quienes piensan que es necesario un nuevo contrato social, el material para intentar una primera elaboración es ya abundante.
Gianfranco Pasquino 01/08/2020 Clarín.com
Traducción: Román García Azcárate
Bienvenido Estado (de nuevo) @clarincom
Clarín La Europa que viene- 25 luglio 2020
El politólogo italiano solamente el Estado es capaz de movilizar los recursos económicos, médicos, culturales para una situación extrema como la del presente pandémico.
Algunos de nosotros, keynesianos impertérritos y socialdemócratas impenitentes, lo sabíamos y nunca lo olvidamos. Alguno incluso recordaba a Thomas Hobbes: el Estado nace para detener la “guerra de todos contra todos” creando un orden “justo” que salva las vidas (me repito deliberadamente) de los ciudadanos. Después de eso, el Estado puede, pero deben ser los ciudadanos los que lo deseen libre y reiteradamente, proveer también el bienestar de todos los ciudadanos: el Estado de bienestar. Los liberales primitivos y los neoliberales han negado todo esto y llevado descaradamente a muchos estados por el camino de la desregulación y la soberanía, a menudo arrastrando con ellos sectores del populismo.
El Covid-19 ha demostrado cruelmente que nadie se salva. Que los independentistas no pueden cerrarle las puertas al virus. Que los populistas no salvan a “su” pueblo. Por el contrario, que, burlándose de los expertos y de la ciencia médica, los populistas incluso exponen a todo el pueblo, al contagio del rebaño. No man is an island (ningún hombre es una isla) repetiría infinitamente el poeta John Donne, pero en el archipiélago de la globalización, de la epidemia para todos, de la pandemia, todos necesitamos respuestas colectivas. No obstante, independentistas y populistas dan respuestas egoístas y corporativas de validez inexistente, inadecuadas, contraproducentes.
Solamente el Estado, apoyado en la legitimidad de sus instituciones, en la legalidad de sus procedimientos y sus normas, en la responsabilidad bajo la cual operan los titulares del poder político, es capaz de movilizar los recursos económicos, médicos, culturales. Puede hacer el mejor uso posible de los conocimientos generales y específicos. Tiene la capacidad de responder a los requerimientos de los ciudadanos: qué reglas respetar, qué sacrificios exigir y compartir, qué bienes y recursos distribuir equitativamente a cada uno según sus necesidades y sus méritos. Sólo el Estado puede identificar los sectores que permitirán la recuperación económica, que relanzarán la cultura, que generarán nuevas y mejores solidaridades, que expresarán innovación, que institucionalizarán las innovaciones. La mano invisible del mercado funciona cuando los actores saben que alguien ha establecido reglas que sabe hacer cumplir, que alguien corta regularmente el nudo gordiano de los conflictos de intereses, que todo el mundo confía no sólo en el carnicero de Adam Smith, sino también en sus conciudadanos.
Dado que en un marco irresistible e irreversiblemente globalizado ningún desafío se detiene en las fronteras de un Estado, aunque se lo caracterice como superpotencia, sabemos que es en las organizaciones internacionales y supranacionales donde debemos depositar nuestra confianza. Las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio, la Organización Mundial de la Salud son agentes colectivos que, si bien en medio de grandes dificultades y obstáculos, persiguen el bienestar colectivo. Hemos aprendido, finalmente, lo que hace ochenta años inspiró la acción implacable y obstinada de Altiero Spinelli, que sólo una unión o al menos una coordinación estrecha y unida entre los Estados, que hoy se denomina Unión Europea, está en condiciones de dar respuestas adecuadas en situaciones de grandes crisis dramáticas y sorpresivas, que sus instituciones: el Parlamento, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Banco Central Europeo y la Comisión, lejos de tener un déficit democrático, interpretan las exigencias colectivas y tienen más posibilidades de satisfacerlas que cualquier estado nacional. Bienvenido de nuevo, Estado (del bienestar que reconstruiremos), Europa (el de nuestro destino).
©Gianfranco Pasquino. Traducción: Román García Azcárate. Pasquino es autor del libro “Bobbio y Sartori. Entender y cambiar la política” (2019), próximamente traducido por Eudeba.
Coronavirus en el mundo Gianfranco Pasquino. No culpes a la globalización (de propagar la peste) @clarincom
Encerrado en su casa, el notable politólogo analiza la geopolítica del virus que azota Italia, se desparrama por Estados Unidos y está en nuestro país. El sistema global no es el culpable directo, sostiene el profesor.
La globalización no es la causa del coronavirus. En el peor de los casos, la globalización puede ser considerada un factor facilitador en la propagación del virus. A la espera de una respuesta satisfactoria por parte de los académicos, la responsabilidad de la aparición del virus recae en un conjunto de elementos que denomino “condiciones de vida, de trabajo y del medio ambiente”. Aunque el coronavirus no pueda ser definido, como lo hace brutalmente el presidente Trump, como el “virus chino”, tampoco se puede negar que en muchos lugares de China hay condiciones demasiado favorables para la aparición de enfermedades epidémicas. Quizás nunca lo sabremos, y esto ya es un gran inconveniente, pero la existencia del virus parece haber sido reportada al menos un mes antes de que las autoridades políticas chinas lo dieran a conocer. La información fue suprimida, el fenómeno negado. Esto es lo que hacen, lo que pueden hacer, los regímenes totalitarios. Ya hace décadas que el economista indio Amartya Sen señaló que donde no hay libertad de información, la respuesta –ante ante una hambruna, por ejemplo–, es más difícil, fragmentada, lenta y sobre todo evita que se tomen las medidas adecuadas. El resto, por supuesto, tiene que ver con la calidad del liderazgo político, con su credibilidad, la disposición a aceptar las recomendaciones de los expertos, en este caso, médicos e investigadores, e implementarlas. ¿Podría argumentarse, entonces, que en la fase de implementación el poder totalitario es más efectivo que el poder democrático para resolver la crisis? Puede ser. En China el virus ha sido prácticamente derrotado, como afirman las autoridades, pero nadie puede asegurarlo ni verificar la información de las autoridades. Nadie tiene los números necesarios para evaluar cuáles han sido los costos en vidas humanas de las dramáticas demoras iniciales, y los absolutos. Hoy China trata de recuperar credibilidad al otorgar una enorme ayuda a Italia, que, al menos en Occidente, es el país más afectado.
¿Por qué exactamente Italia? La respuesta más simple gira en torno a dos elementos. En primer lugar Italia tiene relaciones intensas con China, especialmente económicas. En segundo lugar, los portadores del virus que se contagiaron en China regresaron a zonas altamente pobladas y económicamente avanzadas de Italia (Lombardía sobre todo, luego Véneto y Emilia-Romaña), por lo que la propagación y el contagio se ha desarrollado muy rápidamente. Las autoridades políticas regionales y nacionales respondieron en la medida de lo posible y conocible. No hay evidencia de que hayan minimizado el peligro ni de que hayan suprimido la información que, en verdad, ha circulado ampliamente y libremente (en todo caso, las críticas deben dirigirse a los periódicos y periodistas de derecha que negaron la emergencia), y nunca han caído en exceso del alarmismo. Sin embargo, empezando por las fluctuaciones y manipulaciones reprobables de Trump y la subestimación cínica del primer ministro Boris Johnson –comportamientos criticados por los medios masivos–, la respuesta de las autoridades ha sido sin duda inadecuada. También se habló de inadecuación en la respuesta de la Unión Europea. La acusación contiene solo una parte de verdad. Desde lo económico, la UE está interviniendo para apoyar a los países afectados por el coronavirus, incluso anticipando cambios importantes en lo que concierne a toda su política económica. Por otro lado, los poderes en materia sanitaria no están en manos de la Comisión Europea, sino de los Estados miembro que, tal vez, aprenderán para el futuro, pero que ahora son responsables de no haber elaborado una respuesta compartida.
Nuevamente el problema de quién decide y cómo. La lección es: una autoridad política supranacional responde más efectivamente frente a una pandemia. Y es correcto preguntarnos sobre la democracia, hoy y mañana. Hasta ahora, los jefes de gobierno, con mayor o menor celeridad, han tomado sus decisiones sin ser “obstaculizados” por sus respectivos parlamentos y ni siquiera por las oposiciones, ninguna de las cuales ha podido ofrecer soluciones técnicas y políticas diferentes y potencialmente mejores que las de sus respectivos gobiernos. Noté una gran disponibilidad y receptividad de los gobiernos a las opiniones de técnicos, expertos y científicos. Sin embargo, no creo que haya surgido el riesgo de un futuro gobierno de tecnócratas. Me preocupan, en cambio, algunas medidas tomadas por los gobiernos, en particular las relacionadas con la restricción de la libertad personal: la invitación a quedarse en casa y las sanciones para quienes no cumplan esta invitación sin razones válidas. Aprenderemos, tal vez, y no solo por lo que concierne a la salud, que la libertad de cada uno de nosotros encuentra, o más bien debe encontrar (y aceptar) como límite insuperable el de la libertad y la salud de los demás. ¿Aprenderemos también que en emergencias, pero quizás en muchas otras circunstancias, la confianza interpersonal es un recurso crucial para la democracia y para una vida mejor?
Después del coronavirus no vamos a ser necesariamente mejores que ahora, si no aprendemos otra lección clara: todos estamos en el mismo barco de la globalización y nuestra vida depende, en un sentido amplio, de la calidad del medio ambiente y las modalidades (debería decir modalidades capitalistas, pero no quiero excluir a China, régimen totalitario de capitalismo de estado) del desarrollo. Al golpear a todos indiscriminadamente, una pandemia también puede reducir las desigualdades, como argumentó Walter Scheidel en un gran libro: El gran nivelador. La violencia y la historia de la desigualdad desde la era de Piedra hasta el siglo XXI. Si este es el caso, no sé en qué medida la satisfacción del resultado nos hará olvidar el dolor del precio que pagamos.
27/03/2020 Clarín.com Revista Ñ Ideas
Traducción: Andrés Kusminsky. ©Gianfranco Pasquino, autor del libro Bobbio y Sartori. Entender y cambiar la política (2019), próximamente traducido por Eudeba.
Algunas cosas que sé sobre las democracias @clarincom
Norberto Bobbio (1909-2004), jurista, politólogo y filósofo italiano. Autor de una vasta obra, recordado por Gianfranco Pasquino en este nota exclusiva
Sentados en algún café parisino con un Gauloise entre los dedos y un Pernod sobre la mesa, refugiados por un fin de semana en una cabaña que da a un lago alemán, en torno a una mesa en donde se critica severamente y ruidosamente algún gobierno latinoamericano, en un congreso de colegas politólogos y sociólogos, en una risueña ciudad balnearia, en la reunión de redacción de algún diario progresista de Roma, en un debate entre autorizadísimos docentes de Harvard y con sus libros mundialmente exitosos, muchos pensativos intelectuales del más diverso tipo denuncian con gesto apesadumbrado que la democracia está en crisis, es una causa perdida, no podrá ser salvada.
Acurrucados en alguna prisión china, prófugos en la selva africana, acosados por los servicios secretos rusos, bajo un sistema de protección porque se ha lanzado una fatwa en su contra, maltratados en una plaza de Estambul, confrontando con la policía de Hong Kong, miles de hombres y mujeres luchan en nombre de la democracia —sí, justamente esa, la occidental, que han visto en la televisión y en las películas norteamericanas, que han observado en persona como inmigrantes en Europa o los Estados Unidos, o como estudiantes en Oxford, Harvard, París o Berlín— organizan manifestaciones, escriben proclamas, reclutan adherentes, algunas veces arriesgan a sabiendas su vida, se prenden fuego.
Por ningún otro régimen, por ningún otro ideal, nunca, tantas personas de nacionalidades, colores, edades y géneros diversos, se han empeñado en hacerlo, conscientemente.
¿Crisis de la democracia entonces? ¿Crisis de los ideales, es decir, de aquella situación en la cual el pueblo (demos) tiene el poder (kratos) de decidir de tanto en tanto quién debe gobernar, por cuánto tiempo y cómo, tomando decisiones y dejando que sea el pueblo, es decir los ciudadanos, los que deciden en elecciones
libres y periódicas, si aceptan, protestan, intentan modificar las cosas sin el uso de la violencia (“las cabezas no se cortan; se cuentan”)?
No, el ideal democrático no está para nada en crisis, incluso si parece ser despreciado por los populistas que desean que un solo hombre (nunca entendí por qué no podría ser una mujer) los represente, los lidere, los guíe hacia el futuro.
Sin embargo, cuando estos populistas toman el poder, su “guía” y su “liderazgo” se revela rápidamente como autoritario e interesado no en el bienestar del pueblo, sino en los privilegios de los grupos que sostienen a los líderes populistas, mientras los que buscan combatirlos
son definidos de inmediato como “enemigos del pueblo”.
De todos modos, una franja populista va a existir siempre en todas las democracias. Hace poco esto se ha manifestado también en los Estados Unidos de Trump y en la Gran Bretaña de Boris Johnson. El pueblo que los ha votado y los sostiene es el de los hombres blancos de escaso nivel de formación, que se sienten amenazados, no tanto económicamente, sino más bien culturalmente: en su identidad (Americans first; English, not Europeans).
Si, entonces, el ideal de la democracia está vivo y sigue siendo atractivo, ¿por qué se escribe por todos lados que hay una crisis de la democracia?
Se hace esto, en mi opinión, cometiendo un grave error. En las democracias contemporáneas realmente existentes, que hoy son más numerosas que nunca, más o menos 90, dependiendo de las estimaciones, en estas democracias hay problemas de funcionamiento, surgen desafíos, incluso para las instituciones, aparecen dificultades en la relación entre el pueblo, los votantes más o menos organizados, y sus representantes y gobernantes.
A veces los problemas, los desafíos y las dificultades dependen de la baja calidad de las élites políticas que, aunque están atravesadas por la globalización, no logran comprender que el mundo ha cambiado. Con mayor frecuencia, los numerosos sistemas políticos europeos, sobre todo en Italia, pero también en Grecia, España y Austria, es la crisis de
los partidos tradicionales y clásicos lo que hace que sea dificilísima una solución efectiva y duradera. Bobbio habría destacado el declive de la cultura política de los partidos, de derecha pero sobre todo de izquierda.
Sartori habría hecho notar que allí donde la competencia entre los partidos no se desarrolla de manera vigorosa y rigurosa, los ciudadanos votantes quedan insatisfechos.
Su insatisfacción se refleja en la valoración negativa de la democracia en la que viven, en la búsqueda de nuevos partidos, muchos de los cuales han nacido en los últimos veinte o treinta años, en la mucho más alta volatilidad electoral. Gobiernos que no pueden programar su actividad y sus reformas porque saben/temen que no durarán
demasiado, no logran mejorar la vida de los ciudadanos. La distancia entre la democracia real y la ideal se hace más grande.
Los ciudadanos insatisfechos protestan, pero la solución, que no puede ser nunca definitiva, no aparece. Mientras los intelectuales se complacen en sus muy agudas críticas, los ciudadanos democráticos continuarán buscando soluciones dentro de la democracia, reformándola. Afuera sólo hay caos.
26/09/2019 Copyright Gianfranco Pasquino y Clarín, 2019.
Gianfranco Pasquino es profesor emérito de Ciencia Política en la Universidad de Bologna. Su libro más reciente es Bobbio e Sartori. Capire e cambiare la politica (2019).
Italia y la odisea de un gobierno insólito
La Unión Europea se agarra la cabeza frente a la inexperiencia e ineptitud del flamante gobierno de Giuseppe Conte. La inmigración y la zona euro, en jaque.

FOTO El flamante Premier italiano Giuseppe Conte, en los festejos por la “Festa della Repubblica”, en Roma, el 2 de junio pasado (ANSA/Giuseppe Lami).
No puede sorprender la dificultad de formar gobierno en Italia. Desde las elecciones del 4 de marzo no sólo no ha surgido ninguna mayoría parlamentaria sino que las tres alianzas numéricamente posibles demostraron rápidamente ser políticamente muy complicadas. El ex secretario del Partido Democrático declaró muy pronto que su partido, notoriamente derrotado, pasaría a la oposición.
Entonces, tanto una muy eventual coalición centroderecha-PD como una más viable alianza Movimiento Cinco Estrellas-PD se volvieron impracticables. Permanecieron siendo posibles una coalición entre Cinco Estrellas y toda la centroderecha, o sea la Liga de Salvini, Forza Italia de Berlusconi y Hermanos de Italia de Giorgia Meloni, y Cinco Estrellas más la Liga.
Dado que Luigi Di Maio, jefe político del Movimiento Cinco Estrellas, como él mismo se define, estableció desde el principio elveto a cualquier presencia de Berlusconi en un eventual gobierno, se mantuvo en pie de manera excluyente una alianza entre Cinco Estrellas y Salvini.
De hecho, ambos eran en cierto modo los ganadores de las elecciones: Cinco Estrellas, el partido más votado (32,2 por ciento); la Liga, el mayor partido de centroderecha (17,3 por ciento), incluso cuadruplicó sus votos de 2013 a 2018. Cinco Estrellas es el partido predominante en el sur y en las islas; la Liga, un partido muy fuerte en el norte, además con notable penetración en las regiones del centro.
El mayor obstáculo a la formación del gobierno derivaba muy comprensiblemente de las distancias programáticas. Cinco Estrellas quiere introducir el denominado ingreso ciudadano para todos los italianos desocupados o con recursos económicos limitados y no cabe duda de que la propuesta de ese ingreso ha sido un componente importante de su éxito electoral en el sur.
Por su parte, la Liga quiere reducir considerablemente los impuestos incorporando un flat tax con dos niveles, de 15 y 25 por ciento.
Probablemente inconstitucional, dado que la Constitución italiana dice que los gravámenes deben ser progresivos, este flat tax (impuesto de tasa única) ha sido, junto con la promesa de contener el flujo migratorio y garantizar la seguridad de los italianos, uno de los elementos más significativos del consenso de la Liga.
En el transcurso de las prolongadas negociaciones entre Cinco Estrellas y la Liga para acordar el llamado “Contrato de Programa”, que serviría de base para lo que Di Maio definió como Gobierno del Cambio, nunca adquirió particular relevancia Europa, es decir lo referente a permanecer en la Unión Europeay el euro.
Ciertamente, la Liga de Salvini es soberanista, pero nunca enfatizó esta característica suya, mientras que Cinco Estrellas pareció haber aceptado la participación italiana en todos los organismos internacionales y supranacionales, incluidas la OTAN y la Unión Europea. El giro decisivo pareció darse con la designación de un profesor de derecho privado de la Universidad de Firenze relativamente oscuro, Giuseppe Conte, de 54 años, como jefe del Gobierno.
En cierta medida, esta designación era una derrota para Di Maio, que tenía gran interés por ese cargo. Por su parte, Salvini no expresó nunca ninguna ambición específica. El obstáculo aparentemente infranqueable surgió cuando Cinco Estrellas y la Liga designaron a los ministros que, según la Constitución italiana, deben ser “nombrados” por el Presidente de la república, quien puede también rechazarlos.
No son pocos los casos notables en los que diversos presidentes han impuesto cambios y seguramente son muchos los casos en los que ha habido cambios que no se hicieron públicos.
Cuando el presidente designado Conte, como mero ejecutor o mensajero, le presentó la lista de ministros al presidente Mattarella, fue denegado el nombre del elegido para el crucial Ministerio de Economía, el profesor de economía de 81 años y ya ministro en el pasado Paolo Savona, cuyos escritos más recientes apoyan no solamente la posibilidad sino inclusive la conveniencia de la salida de Italia del euro.

A la derecha, Matteo Salvini, polémico ministro del Interior italiano; a su lado, Luigi di Maio, ministro de Trabajo e Industria (AFP/Alberto Pizzoli).
Haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales, Mattarella, que ha desempeñado con gran inteligencia y autoridad su rol de garante e intérprete de la Constitución, le pidió a Conte (e indirectamente a Salvini y a Di Maio) que eligiera a otra personalidad para ese cargo.
Salvini se opuso sustancialmente y obligó a que Conte volviera a poner su encargo en manos de Mattarella. Consciente de lo improbable de que se formase un gobierno distinto del hipotético Cinco Estrellas más la Liga, el Presidente de la república anunció su intención de dar lugar a un gobierno que llevara a Italia a elecciones nuevas en un plazo breve.
Temeroso de perder votos, Di Maio reabrió las tratativas afirmando ante el Presidente de la república, pocos días antes criticado, al punto de pedirle el impeachment, su disponibilidad para formar el gobierno con la Liga.
Con la aceptación de Salvini y el desplazamiento de Savona a ministro de asuntos europeos nació un gobierno insólito, no solo para Italia, que ha visto de todo, sino también para Europa, que teme la inexperiencia, la incompetencia y la ineptitud de los nuevos gobernantes. La navegación no será tranquila y quizá ni siquiera larga.
Traducción: Román García Azcárate
* Gianfranco Pasquino es profesor emérito de Ciencia Política de la Universidad de Bolonia
Publicado en Clarín el 5 de junio de 2018
2017: los tres grandes desafíos
El año 2017 empezó trayendo consigo, pesadísimos e ineludibles, tres desafíos que marcaron todo el año 2016 y subsistieron incluso hasta su finalización, trágicamente (en Berlín y Estambul): el terrorismo, las desigualdades, la elección de Donald Trump. El terrorismo de matriz islámica —negar su motivación religiosa no sólo es absurdo sino también erróneo—, se ha convertido a esta altura en una constante en distintas zonas del mundo. Hay quien sostiene que en realidad este terrorismo está vinculado y es producto de lo ocurrido en Irak y Libia, y hoy, sobre todo, de la guerra civil en Siria. Sin negar la contribución de estas tres situaciones, nos equivocaríamos todos, dramáticamente, si olvidáramos cuántos son los hechos de terrorismo atribuibles y reivindicados por Al Qaeda antes de la guerra de Irak. No, el terrorismo nació antes de la letal decisión del presidente George Bush (secundado por Tony Blair) de entrar en guerra contra Saddam Hussein, abriendo una enorme caja de Pandora de conflictos étnico-religiosos adormecidos. Ese terrorismo, financiado por países árabes que se sienten amenazados y siguen estando bajo extorsión, está en condiciones de llevar a cabo ataques en muy diversos lugares de Europa, Estados Unidos, Oriente Medio y África. Sostener que cualquier atentado es obra de “lobos solitarios” significa subestimar dos elementos. El primero es que, de todas formas, hay hombres dispuestos a matar, al grito de “Alá es grande”, porque han internalizado los preceptos de la guerra contra Occidente. Segundo, que estos lobos solitarios, cualquiera sea el modo en el que se haya producido su radicalización —en los suburbios parisinos, en un barrio-gueto de Bruselas, en cárceles, en, mucho más raramente, centros de recepción de inmigrantes—, encuentran con rapidez el apoyo de otros hombres y mujeres que comparten con ellos sus objetivos. Nada de esto está destinado a desaparecer ni, mucho menos, a ser erradicado o superado en 2017. Afirmar que el terrorismo no cambiará nuestra vida de occidentales es muy hipócrita y de ninguna manera tranquilizador. Cualquiera que viaje en avión sabe cuánto, para peor, ha cambiado nuestra vida.
Algunos de nosotros estamos preocupados por las desigualdades y por su crecimiento abrumador porque preferimos una sociedad más justa en la distribución de la riqueza. Porque pensamos que cuando la riqueza, producida por patrimonios más que por el trabajo, se concentra cada vez más en las manos y en los fondos de inversión de pequeños porcentajes de la población de pocos países, no sólo de los más ricos (el fenómeno se produjo ya en China y se ha extendido incluso a India), la vida de demasiadas personas se vuelve insoportable. Sabemos que existe una relación estrecha entre bienestar y democracia. Creemos, sin embargo, que cuanto más equilibrada sea la distribución de los recursos, cuanto mejor esté vinculada a la igualdad de oportunidades, cuanto más surja de la posibilidad de tener un trabajo y de obtener de él los frutos merecidos, tanto más aceptable será la vida de todos. Las desigualdades injustificables minan la cohesión social, generan tensiones insoportables y no contribuyen de hecho al funcionamiento óptimo del sistema económico.
La escalada de las desigualdades se debe ampliamente a la victoria, que pareció definitiva, de la ideología neoliberal. Esa ideología no ha sabido mantener la otra campana de su promesa, vale decir, que la acumulación de riqueza en manos de un estrato social restringido se traduciría rápidamente en inversiones, en oportunidades, en aumento de la ocupación, en más recursos para todos. El desafío de contener y reducir las desigualdades que, naturalmente, no podrá ser resuelto en 2017, convoca a la causa sobre todo a la izquierda: a sus partidos, a sus movimientos, a sus intelectuales. No se requiere únicamente la redefinición del rol del Estado en la esfera económica, es decir, el relanzamiento de las medidas políticas y, me atrevería a decir, de la “filosofía” keynesiana. Se requiere la formulación de una nueva ideología que sepa mantener juntos keynesianismo y bienestar social en un mundo enormemente más complejo. Precisamente cuando es dinámica la economía produce y reproduce desigualdades. No le bastará al Estado con ser democrático para reducir esas desigualdades sin obstaculizar el desarrollo. Deberá convencer a la mayoría de la población de que actúa en función del interés colectivo, que sabe hacerlo porque es confiable y competente. Ésta es la tarea de una ideología que tiene una visión del mundo y habla no sólo al cerebro sino también al corazón de la gente.
El tercer desafío de 2017 es el más inesperado y el más imprevisible: el constructor chapucero, operador inmobiliario y empresario televisivo absolutamente desprovisto de toda experiencia y conocimiento político, Donald Trump, en la Casa Blanca. La presidencia Trump es un desafío, ante todo, a la democracia de EE.UU., a sus mecanismos, a sus estructuras, a sus ‘checks and balances’ (controles y contrapesos), incluso al principio cardinal del liberalismo (“la separación entre poder económico y poder político”). Es el desafío a los derechos civiles y políticos sobre los cuales se construyó, si bien entre conflictos, tensiones y discriminaciones, la democracia de Estados unidos. Es, por último, el desafío al actual desorden internacional del mundo. Sólo veo riesgos y peligros. Feliz Año.
Traducción: Román García Azcárate
Publicado el 12 de enero de, 2017
Italia, el referéndum y los temblores #Clarín
El 4 de diciembre los italianos votarán “sí” o “no” en un referéndum sobre las reformas constitucionales deseadas por el gobierno de Matteo Renzi y hechas aprobar en su mayor parte con alguna ayudita de parlamentarios transformistas. Hay quien sostiene que, a la luz de las así llamadas “rebeliones de los electorados” contra las élites (como, en particular, el caso del Brexit), también este referéndum institucional terminará por dimensionar el complejo estado de desacuerdo de los italianos en la actual situación política y sobre todo económica. Es posible que este factor influya en el resultado, castigando al gobierno, pero los italianos saben muy bien cuál es la cuestión en juego. Ningún italiano, la mayoría de los cuales habría preferido a Hillary Clinton, se dejará influenciar, ni por el “sí” ni por el “no”, por la sorprendente victoria de Trump.
Las reformas no son muy importantes por cuanto no afectan realmente el modelo de gobierno parlamentario a la italiana. Se relacionan con el Senado, que no tendrá más el poder de otorgar o sustituir su confianza en el gobierno y no será más elegido por los ciudadanos sino nominado por los consejeros regionales. Eliminan el Consejo Nacional de Economía y del Trabajo, devenido sustancialmente inútil. Modifican en favor del Estado las relaciones entre el Estado y las regiones. Redefinen las modalidades en las cuales pueden solicitarse los referéndums y aprobarse sus resultados.
La campaña electoral comenzó nada menos que en abril y por lo tanto se ha hecho larguísima, áspera, rica en tensiones y conflictos que no cesarán siquiera después de la votación, costosa. El Presidente del Consejo ha personalizado al máximo el referéndum llegando prácticamente a plantear un plebiscito no sólo sobre “sus” reformas sino también sobre su persona. Incluso el ex presidente de la República Giorgio Napolitano, nunca antes conocido como reformador constitucional, y alineado de manera exagerada como defensor de las reformas, se vio obligado a declarar que el jefe del gobierno ha incurrido en un “exceso de personalización política”. La prensa extranjera, el JP Morgan y la agencia de calificaciones Fitch, la Confederación General de la Industria Italiana y el manager de Fiat Marchionne, el Corriere della Sera y la revista Civiltà Cattolica hasta llegar así al embajador estadounidense en Roma y al presidente Obama se han manifestado a favor de la aprobación de las reformas de Renzi.
¿Por qué? La motivación más probable es que en una fase política muy delicada de Europa una eventual inestabilidad italiana, derivada de la dimisión con que ha amenazado Renzi, provocaría problemas y perjuicios para otros países y para la misma Unión Europea. Técnicamente, sin embargo, ante la dimisión de Renzi, el Presidente de la República Mattarella estaría en condiciones de poner remedio muy rápidamente nombrando otro jefe del gobierno. Nadie puede creer que Renzi sea el único político italiano en condiciones de conducir el gobierno. Si así fuera la situación de Italia sería verdaderamente mala. Pero no lo es. De hecho ya circulan subterráneamente cuatro o cinco nombres de posibles sucesores. Es justo pensar en un futuro sin Renzi porque todos los sondeos ponen a la cabeza a los defensores del NO.
Rechazadas las reformas constitucionales, ¿el sistema político italiano se encontraría en grandes dificultades? La respuesta es negativa por muchas razones. La primera es que ninguna de las reformas de Renzi promete mejorar de manera significativa el funcionamiento del sistema político italiano. Así, es muy probable que el nuevo Senado -cuyas modalidades de formación no se conocen y cuyos deberes son delicados y difíciles: las relaciones con la Unión Europea y la validación de las políticas públicas (vale decir de los costos y de los efectos de las leyes)- no logre funcionar de manera adecuada.
Las relaciones entre el Estado y las autonomías locales serán seguramente conflictivos y demasiado a menudo deberán decidirse, aunque no sean resueltas, a través del recurso de la cláusula de supremacía estatal. A decir verdad, Renzi y su círculo mágico piensan, si bien no pueden decirlo claramente, que los problemas se podrán encarar todos gracias a la ley electoral, que no es objeto del referéndum y que atribuye a quien vence en el balotaje 340 escaños en la Cámara de Diputados, vale decir una mayoría segura de los 630 diputados.
Precisamente sobre los puntos que Renzi subraya como decisivos en su intensísima y personalísima campaña electoral es posible tener juicios diferentes. La reforma no simplifica el proceso de formación de las leyes cuyo número, en el mejor de los casos, habría de disminuir mucho. Reduce poquísimo los costos de la política, pero aumenta la posibilidad de conflictos entre las instituciones: Senado y Cámara, consejos regionales y senado, autonomías locales y Estado.
En suma, la victoria del “sí” no mejorará de hecho el funcionamiento del sistema político italiano, sino que lo empeorará. Los partidarios de Renzi replican que la victoria del “no” hará imposible cualquier reforma por al menos otros diez años. Es una afirmación exagerada, quizás errónea. Si después de ocho meses de debate los protagonistas políticos han aprendido algo, como deberían, podrán relanzar un proceso reformador partiendo de posiciones compartidas más avanzadas. Casi seguramente, la victoria del “sí” estará seguida de conflictos y confusión. Solo la victoria del “no” garantiza que, por causa de reformas mal hechas, la situación no se revelará peor que la actual y que será posible hacer mejor las cosas con acuerdos de alto nivel. En ambos casos, los italianos sabrán cómo superar el difícil momento. Han sabido hacerlo ya más veces en el pasado.
17/11/2016 Publicado en Clarin.com